Harapos y Reliquias

 
     
 

Por

Alejandro Rosas, Historiador

 
     
  Maximiliano saludó a la muerte una soleada mañana de junio de 1867. "Bonito día para morir" dijo momentos antes de que las balas atravesaran su cuerpo de Habsburgo. Si en vida le persiguió el infortunio, la muerte no cambió su suerte. El cadáver tuvo varios contratiempos antes de ser embarcado a su querida Austria de donde nunca debió haber salido. Durante siete meses, el cuerpo permaneció en suelo mexicano --al fin y al cabo su "nueva patria"-- fue embalsamado dos veces, se le colocaron ojos de vidrio color oscuro porque no hubo claros; en el trayecto de Querétaro a México el ataúd se cayó de la carroza y el cadáver toco el agua; el vidrio que lo protegía fue roto y por tanto expuesto a los agentes naturales. Por eso no resulta difícil comprender porque su madre, la archiduquesa Sofía, al ver el cadáver de Max, impresionada exclamó: ¡este no es mi hijo!

Además de las páginas que dejó para la historia, el príncipe austriaco dejó varias reliquias que en su momento desataron gran polémica porque al parecer se pretendió lucrar con una franja de seda roja empapada en sangre imperial, una de las balas extraídas de su cuerpo, trozos de cabello y barba y la mascarilla mortuoria en yeso tomada el rostro del emperador. Con excepción de la franja de seda roja, el resto de los objetos, más la mesa donde se practicó el embalsamamiento y el supuesto ataúd en que fue puesto el cuerpo, han permanecido intactos hasta nuestros días. Descansan en tres lugares: el recinto de los Constituyentes de 1857 en Palacio Nacional, el Museo Nacional de las Intervenciones y el Museo Regional de Querétaro.

Desde luego la tradición relicaria en México no comienza con Maximiliano. Su ejemplo ilustra la combinación de sentimientos en torno a ciertos objetos cuya importancia --material, espiritual e histórica--, morbosa por momentos y definitivamente macabra pero llena de historia, se va heredando de generación en generación.

Fue durante la época colonial cuando comenzó la extraña veneración por objetos relacionados con la muerte y se desarrolló en el ámbito de mayor influencia social: la religión católica. Casos notables de relicarismo "corporal", se encuentran en tres distintos lugares. En el convento de San Francisco de Puebla: expuesto ante los ojos de todos los fieles y curiosos, se encuentra el cuerpo incorrupto del Beato Sebastián de Aparicio --franciscano constructor de los primeros caminos de la Nueva España-- a quien se le atribuye intercesión milagrosa. También del periodo novohispano, las momias de algunas monjas carmelitas duermen el sueño de los justos frente al público que las visita en el Museo del Carmen en San Ángel. En Tlayacapan, Morelos, lugar que fuera evangelizado por los dominicos, religiosos momificados descansan en un pequeño y modesto museo local, en espera tal vez, de cristiana sepultura.

Con el arribo de México a la vida independiente, la fascinación por los cuerpos incorruptos, momias y algunas otras reliquias pasó de la veneración a la admiración y el gusto por la exposición de objetos íntimamente ligados con la muerte arraigó dentro de la sociedad, el morbo aumentaba cuando la reliquia era de un personaje importante.

Expuestas por orden del virrey Francisco Xavier Venegas, las cabezas de los primeros caudillos de la independencia podrían haber entrado en el género de la reliquia. Pero el triunfo de Iturbide en 1821, le hizo un favor a ellos y a la gente que al pasar por la Alhóndiga de Granaditas se topaba con ellas, ahora descansan en el santo sepulcro del monumento a la independencia.

De aquellas primeras décadas del siglo XIX, la Catedral de México guarda algunas reliquias: en la capilla de San Felipe de Jesús, en un osario cuyos cristales permiten ver al interior, se asoman los restos óseos de don Agustín de Iturbide. En 1838, Anastasio Bustamante los rescató de Padilla, Tamaulipas --donde muriera fusilado injustamente en 1824-- y los trasladó a la ciudad de México. Años después, como última voluntad, Bustamante pidió que al morir, su corazón, separado de su cuerpo y puesto en una pequeña urna, fuera colocado junto a los restos del héroe de Iguala, tal era su admiración por Iturbide. A partir de 1853, su sueño se hizo realidad, huesos y corazón hasta el final de los tiempos, como reliquias ambientan la capilla.

En el anecdotario histórico mortuorio no podía faltar el gran Santa Anna. La Providencia le concedió cambiar un miembro de su cuerpo por un momento de gloria y así perdió parte de una pierna en 1838. Por única vez en la historia de México, la capital del país se entregó espontáneamente a una pierna; en gran procesión ese fragmento del cuerpo de Santa Anna, fue llevado al panteón de Santa Paula; años después sería exhumada y arrastrada: la pierna se perdió para siempre. A partir de entonces, una prótesis de madera lo acompañó en sus marchas, cabalgatas, batallas y huidas. Y el caudillo jalapeño pasó a la inmortalidad, pero no como hubiera querido, nos dejó una reliquia: su pierna de madera se conserva en el Museo Nacional de Historia en el Castillo de Chapultepec.

Si la historia de Juan Escutia tomando el pabellón mexicano, envolviéndose en él y aventándose desde lo alto del castillo resulta difícil de creer y huela más a historia oficial, en cambio, es posible comprobar, al menos un caso, donde la muerte decidió cubrir con la bandera a uno de los defensores de la Patria, dejando para la posteridad y para el relicario nacional, la enseña tricolor manchada con sangre mexicana.

Viendo que la embestida del ejército norteamericano sobre Molino del Rey (8 sep 1847) ponía en riesgo la bandera de su batallón, el Mina, el abanderado Margarito Zuazo se envolvió en ella y acribillado, arrastrándose por el campo de batalla, logró ponerla a salvo pero a cambio de su vida. Hasta la muerte tuvo que reconocer ese acto de heroísmo. La bandera ensangrentada, puede admirarse en el Castillo de Chapultepec. Los verdaderos héroes no se encuentran en la historia oficial.

Junto con las reliquias de Maximiliano, descritas anteriormente, por una cuestión de dignidad nacional, no podían faltar las de su acérrimo adversario: Benito Juárez. Su recinto en Palacio Nacional alberga, al menos dos, que se relacionan directamente con su último suspiro: la mascarilla mortuoria en bronce y la cama donde se encontró con la muerte. Eran viejos conocidos; durante los intensos días de la intervención, con una pequeña escolta en medio del desierto, lejos de su familia, don Benito tuvo tiempo de pensar en ella: varios de sus hijos perdieron la vida a temprana edad y nada pudo hacer. Ese 18 de julio de 1872, cuando la muerte pasó a visitarlo, ya la conocía.

Entrado el siglo XX, la revolución mexicana también aportó su cuota de reliquias. Los revolucionarios se encargaron de heredar a la museografía mexicana prendas, balas y otros objetos que testificaron el último momento de vida de cada uno.

Las primeras gotas de sangre vertidas por la revolución de 1910 se pueden apreciar en Puebla. En la otrora casa de Aquiles Serdán --actualmente museo de la revolución--, un pequeño grupo de antirreeleccionistas delatados a las autoridades porfiristas, hicieron frente al ejército federal el 18 de noviembre de 1910. Todos los combatientes murieron, varios de ellos desangrados. En alguna de las salas, sendos retratos de los combatientes son acompañados por sus corbatas ensangrentadas, como si la muerte hubiera querido dejar constancia de su presencia.

Venustiano Carranza, muy dado a la evocación histórica, también le daba un valor especial a las reliquias: de algún modo llegaron a su poder las balas extraídas de los cuerpos de Madero y Pino Suárez y las conservó hasta el día de su muerte, ¿se veía asimismo, también asesinado? Es difícil responder, pero en 1920, cuando la revolución se levantaba contra él, probablemente pensó que su fin estaba cerca. Por una extraña coincidencia, Carranza pagó por adelantado la renta de una casa ubicada en la calle de Río Lerma en la ciudad de México que cubría hasta el mes de mayo de 1920 -mes en que murió. De esa casona porfiriana, salió Carranza el 7 de mayo con rumbo a Veracruz, para regresar semanas más tarde, el día 24, en una caja de madera y listo para ser velado. Había sido asesinado el 21 de mayo de 1920.

Curiosa coincidencia: la ropa que llevaba Carranza al momento de ser asesinado, con todo y sangre, se expone en el cuarto contiguo a donde se encuentran en exposición las balas extraídas a Madero y Pino Suárez, en el Museo-Casa de Carranza.

El Primer Jefe no sabía lo que el destino le tenía reservado, pudo haber presentido su próximo fin pero todo era mera especulación. No así, la forma como profetizó y predijo la muerte de Zapata un año antes. Sabía que el caudillo del sur moriría en abril de 1919, pues el viejo de la barba florida fue el autor intelectual. El propio Carranza autorizó a Pablo González a utilizar cualquier medio para acabar con el jefe de revolución del sur. Inexplicablemente Zapata cayó en la emboscada no obstante que los días anteriores, la gente del pueblo le advirtió que tuviera cuidado, pues la muerte rondaba por aquellos parajes. Tlaltizapán, Morelos, guarda las reliquias del caudillo. La casa que fuera el cuartel general de la revolución zapatista alberga, como lo más preciado, el sombrero, el calzón de manta y el pantalón que llevaba puesto Emiliano el jueves 10 de abril de 1919. La sangre del caudillo impregna el silencio de aquella modesta propiedad.

Se dijo que Zapata no murió en Chinameca, que había huido con un compadre árabe. Un lugareño solía contar que hasta hace algún tiempo, cada año, el 10 de abril, religiosamente regresaba a Tlaltizapán, para mezclarse entre la multitud y presenciar los honores que le rendían los gobiernos corruptos, luego se reunía con viejos zapatistas y tomaban algunas cervezas.

Por muchos años la reliquia de reliquias de la familia revolucionaria fue la mano derecha de Álvaro Obregón. Había perdido tan importante miembro durante los combates del Bajío en 1915. Estaba expuesto en el monumento que se levantó en honor del caudillo sonorense en el mismo lugar donde cayó asesinado en 1928. Poco estético y bastante macabro, el antebrazo de Obregón presidió bastantes ceremonias luctuosas de funcionarios y políticos que lo recordaban año con año. En un acto de piedad y respeto, hace algunos años la familia decidió incinerarlo.

El 17 de julio de 1928, Obregón recibió sentado la visita de la muerte. El restaurante La Bombilla, en San Ángel (donde ahora está su monumento) fue el macabro escenario. Dicen las malas lenguas, que al recibir los impactos de bala, cayó de bruces sobre un plato de mole; mezclándose su sangre. La silla tocada por la muerte, reposa en San Ángel, en el Centro Cultural. Finalmente, por encima de las pasiones humanas, las ambiciones, la lucha del poder, se encuentra la muerte que se ríe de los hombres.